Notas Críticas

Nos estamos conociendo. Intimidad y redes sociales

Autor: Mauricio Bruno

“Hola este es un comunicado para avisarte que tu relación no precisa ninguna forma de publicidad, ni por Twitter, ni por Facebook, ni nada. Ni yo ni nadie necesita ver tus estados melosos, ni que subas fotos por doquier de vos y tu pareja abrazados en la rambla, ni los dos juntitos con el labrador cachorro que compraron. A la relación se le dice íntima por algo.”  La protesta es de un blog que se dedica cotidianamente a comentar en forma ácida algunos de los principales problemas de las relaciones de pareja.
 
Este enfoque es común y corriente entre aquellos que consideran que el uso dado por el público a las redes sociales tiende a desdibujar las fronteras entre los espacios de lo público y lo privado. La “intimidad” de las personas parecería traspasar la pantalla y quedar a disposición de cualquiera que decidiera simplemente mirar las fotos.
¿Las redes sociales han acabado con la intimidad? Podría empezarse admitiendo que Facebook ha permitido la democratización del Jet Set. Ya no hace falta salir en televisión para poder mostrarle a un número significativo de personas –miles en algunos casos- nuestro éxito en la vida amorosa, laboral y familiar. De la misma forma que las revistas Caras o Gente nos muestran lo triunfadores y felices que son las personas de la farándula a través, básicamente, de reportajes fotográficos –familias sonrientes , cuerpos que parecen esculpidos, mansiones lujosas, paisajes bellos y exóticos- muchos de nosotros, personas comunes y corrientes, hacemos lo propio con solo abrir una cuenta en Facebook, aunque tengamos algún kilo de más y nuestro apartamento tenga vista a un contrafrente.
 
 
Pero ¿estas fotografías muestran nuestra intimidad? Difícilmente. Más que reflejar una “zona espiritual íntima y reservada” –tal como la RAE define a la intimidad- esas imágenes son más bien una aspiración, un deseo, una ficción que le muestra al resto –pero también a uno mismo- como nos gustaría ser. Están hechas para ser exhibidas y, yendo más allá, hasta podría decirse que muchos de los eventos que muestran solo existieron, justamente, para ser fotografiados, como ocurre con la típica foto del cantante de moda visitando un grupo de niños enfermos o la del presidente acompañando a los soldados en el frente de batalla. En fin, como sucede con cualquier foto posada.

 

Durante más de un siglo los álbumes de fotos cumplieron la función de concretar en imágenes nuestras aspiraciones. Construidos con las fotos de aquellas cosas buenas que queríamos recordar, servían para mostrarle a propios y ajenos como nuestra familia cumplía con las pautas que definían la integración a la normalidad social. La expansión incontrolada del mundo digital ha modificado en algún punto esta situación. La posibilidad de visualizar las imágenes en forma inmediata a su toma y la compulsión a fotografiar hasta el punto de conformar volúmenes de fotos inmanejables están reformulando el concepto de álbum, o tal vez simplemente haciéndolo desaparecer. Si antes los álbumes eran un remplazo y un constructor de la memoria, hoy un agregado de fotografías desorganizado sustituye no ya a la memoria sino a la propia vida. La foto que saqué hace 10 segundos con mi novia almorzando frente al mar es mostrada ya mismo, mirada apresuradamente por mi público cautivo, tal vez comentada superficialmente, y rápidamente olvidada. Ya sea el registro de mi cumpleaños o el viaje a París, todas cumplen la misma función. Mostrar mi vida mientras está sucediendo, mostrarme mientras voy siendo, vivir por mí.
 
Pero en otro sentido esas fotos descartables, al igual que las prolijamente encuadernadas en álbumes y conservadas como reliquias, si logran revelar algo de nuestra intimidad. El solo hecho de mostrarnos tal como “nos gustaría ser” es tal vez una de las pocas formas de aproximarnos a “lo que somos” y, en ese sentido, nuestra zona espiritual íntima y reservada queda mucho más expuesta de lo que pensamos.
 

Y hay otro detalle de este tipo de fotografía que dice de nosotros mucho más de que lo pretendemos. El automatismo de las cámaras compactas suele construir imágenes “chatas”, dicho esto en el sentido de carecer de relieves tanto a nivel de foco como de iluminación. Habitualmente todo lo que se ve está enfocado –o totalmente desenfocado, pero nunca en foco diferencial- e iluminado en forma pareja, muchas veces por un flash frontal. Entonces el beso que la adolescente ensaya frente a su teléfono celular está tan expuesto como el cortinado del baño detrás suyo, los adornos del fondo de casa o la botella de Sprite a medio tomar apoyada en el piso. En fin, inintencionadamente mostramos toda una dimensión de vida material que desnuda nuestro nivel de consumo y acceso tanto a los bienes de primera necesidad como a los suntuarios, y que así nos ubica en nuestro espacio social y cultural.

¿Y a todo esto que pasa con la intimidad? Es difícil admitir que exista algo “real” más allá de aquello que somos capaces de percibir y de conjugar mediante el lenguaje. Lo que somos “realmente” en el fondo de nosotros mismos, nuestra intimidad, tal vez no haya psicoanalista que pueda descubrirlo, y así la discusión de cuanto desnudan nuestra alma las redes sociales pierde un poco el sentido. Todo lo contrario pasa con nuestra imagen, que construimos, mostramos, nos muestra y nos construye, y es tan real como cualquier píxel.