Notas Críticas

Whisky. Sobre “Fotografía en Uruguay. Historia y usos sociales. 1840-1930”

Autor: Sofi Richero

De todos los parisinos que aquel día del año 1838 caminaban el Boulevard du Temple, sólo un lustrabotas y su cliente consiguieron la quietud necesaria. A todo el resto se los tragó el movimiento y no hubo oportunidad de lucirse para posteridad alguna. La parejita mansa, más que una ofrenda para el daguerrotipo de Louis Jacques Mandé Daguerre, tomó parte de los experimentos anteriores a la presentación formal de su técnica ante las Academias de Ciencias y Bellas Artes de París. Los largos tiempos de exposición, que dependiendo de la época del año y de la intensidad de la luz iban de tres a treinta minutos, impedían la captación del movimiento en las fotografías al daguerrotipo. Era un capricho de luz y quietud el que algunos accedieran a la Historia.

Mariquita Sánchez, argentina exiliada en Montevideo y asilada en casa de Josefa “Pepita” Cavaillon -cuando el Abate Compte, década del ‘40, siglo XIX, tomó allí una imagen por medio del daguerrotipo- no pudo expresarlo mejor. En carta a su hijo Juan Thompson, escribe: “en una vista de (Río de) Janeiro de una plaza reducida al tamaño de este papel -juzga la disminución de la escala- (…) ves como unos puntitos. Con un lente de aumento ves que eran unas camisas y unas medias tendidas en la soga en el corral de una casa que estaban, sin duda, bien lejos de pensar que irían a la historia.” Pero además de pensar sobre lo que el desprevenido tendal carioca coló en la Historia, también importa saber cómo se comportó ésta, según sus tiempos y metodologías, frente a los “entre líneas” que la imagen fotográfica trae y lleva consigo en su popular silencio. Es precisamente esta expresión, “entre líneas”, la que elige la prologuista e historiadora Ana Frega para dar la bienvenida al libro. Y para el caso se trata de un “entre líneas” uruguayo, valioso y extenso. El trabajo de investigación fue coordinado por Magdalena Broquetas y realizado y escrito junto a Mauricio Bruno, Clara von Sanden, e Isabel Wschebor. Es el resultado de dos años de trabajo a cargo del Núcleo de Investigación y Preservación del Patrimonio Fotográfico Uruguayo, equipo interdisciplinario en el que se alían el Departamento de Historia del Uruguay de la Facultad de Humanidades, el Centro de Fotografía de la Intendencia de Montevideo, más el Laboratorio de Micología de la Facultad de Ciencias y de Ingeniería. Resultado de este trabajo es la edición de este libro y una exposición en el Atrio de la Intendencia de Montevideo en el marco del festival Fotograma-11.

Son 290 imágenes las seleccionadas para esta edición, y sin embargo, se alegra Frega, la “ubicación de más de 19.000 registros fotográficos, que se suman a los 25.000 del Fondo Histórico del Centro de Fotografía, permitirá incorporar y extender de modo sistemático el recurso a este tipo de fuente en el repertorio documental, habilitando la formulación de nuevas preguntas y respuestas que permitan profundizar el conocimiento de la historia del Uruguay en clave interdisciplinaria”.

Conviene decirlo de una vez: “Fotografía en Uruguay. Historia y usos sociales. 1840-1930” es una cosa de atesorar. No sólo por la calidad de la investigación, sino también por la inteligencia editorial que traduce la organización del material (las reproducciones con sus leyendas, la retórica elegida para ellas, y los recuadros, las citas, las fichas, destaques, etc.). Se trata de un trabajo de divulgación, previenen sus autores; el señalamiento y el diseño gráfico dan garantías de hasta qué punto esto es así y bueno. Y aunque se explica en la interdisciplina, no deja nunca de ser libro de historia, dice Frega. Sin oponerse a ese río Magdalena Broquetas abre un cause: también es un trabajo amparado “en los paradigmas de la nueva historia de la fotografía”, y que “cabe señalar que en el caso uruguayo el campo académico dedicado al análisis histórico-documental de la fotografía recién se encuentra en vías de consolidación.”
 
El libro recorre un tiempo uruguayo (1840-1930), que en permanente contrapunto con el contexto mundial y regional, procede a varios movimientos simultáneos: es el minuciosos relato de la progresión de una técnica y un medio expresivo con la serie completa de sus tropiezos y conquistas; es el testimonio de las exigencias y las condiciones de recepción de nuestra comunidad para esas técnicas según los tiempos; es lo que esas técnicas y esa forma de representar quiso decir de esa comunidad, y lo que no dijo diciéndolo, y aún todo lo que testimonió al evitar. Es decir, una historia de las sensibilidades, de las mentalidades y las ideologías del Uruguay a partir del riguroso caso de la fotografía. “Historia y usos sociales”, reza el subtítulo de la publicación. Confiemos en eso: “usos sociales” de la foto en Uruguay según los tiempos.
 
 
Abre el libro la llegada del daguerrotipo a Uruguay. Clara Elisa von Sanden repasa primero la historia de la técnica en el concierto mundial y abre recuadros y citas que recuperan el riesgo, la tenacidad y la inocencia de todo lo que hoy ignoran nuestras “digitales”. La cámara oscura que acecha desde la antigüedad; los instrumentos ópticos como la linterna mágica, el “gabinete óptico” o “viaje de ilusión”, la cámara lúcida, la cámara negra de prisma… Los avances en el campo de la óptica y de la química durante el XIX; las historias de los pioneros o protofotógrafos… Pero sobre todo importa el itinerario del daguerrotipo en América Latina: la corbeta “L’Oriental” partió de Francia en setiembre de 1839; un busque-escuela de estudiantes franceses y belgas acompañados de sus profesores buscando registrar el mundo y que contaban con al menos un aparato de daguerrotipo. Fueron logradas en Bahía, al parecer, las primeras imágenes. La corbeta llega a Montevideo el 29 de febrero de 1840: la ciudad ya se había declarado en guerra contra Rosas tras lo cual fue sitiada por las fuerzas de Manuel Oribe, su casco rodeado por dos líneas de trincheras. En la mañana del 29 de febrero de 1840 tuvo lugar la primera demostración pública sobre el uso del daguerrotipo en Montevideo, en la planta alta del Cabildo, un balcón, donde entonces sesionaban las Cámaras Legislativas. Fue Louis Compte, el Abate Compte, el encargado de la toma. La llamada “Vista de la Matriz” tuvo un “distinguido” y expectante público, entre ellos el médico Teodoro Vilardebó y el escritor y periodista argentino Florencio Varela, que escribirían sendos artículos sobre el fabuloso estreno. Vilardebó se lamentaba entonces por la suerte de los artistas, reparaba en el “ahorro” de tanto viajero y festejaba lo que esta técnica podría aportar a las ciencias naturales y exactas.  Fue el Abate Compte, radicado en Uruguay, el primero en hacer del daguerrotipo en el país una forma de sustento económico. Lo secundó, entre otros, Eugène Tandonnet, artista francés, periodista y filósofo político, discípulo de Charles Fourier: trabajó como retratista al daguerrotipo en Montevideo, instaló su “gabinete óptico” en Piedras Blancas y fue acusado por los sitiados de “mal francés que nos ha daguerrotipeado las fisonomías, sembrando las discordia entre nosotros”. El daguerrotipo era entonces para muy pocos: un aparato costaba en el Montevideo de 1846, 20 onzas. Un retrato valía entre 8 y 14 patacones en el año 1843: el equivalente al salario de diez días de un albañil.
 
“El retrato fotográfico desde sus orígenes hasta comienzos del siglo XX. Negocio y medio de autorepresentación social. 1840-1900”,  de Magdalena Broquetas, propone dos etapas en ese lapso de tiempo: la primera (1845-1860) signada por la figura del retratista al daguerrotipo itinerante, el trashumante, el extranjero. Es el caso, por ejemplo, de Amadeo Gras, que retrata a Oribe; o el de Alfonso Fermepin, “retratista de París” y que reprodujo fotográficamente el óleo de Blanes, “Retrato del General Flores”. Ejemplos de pintores volcados al daguerrotipo; había prestigio si el retratista sabía de pinceles. Es también el comienzo de los estudios fotográficos: “Gran Galería Oriental”, “Museo Heliográfico”, y los pedestales “apoya-cabezas” y los largos tiempos de pose. El nuevo retrato fotográfico ligaba íntimamente con el viejo, el pictórico, de larga tradición en la aristocracia y la nobleza europea. Pero en el transcurso del XIX la práctica se extiende a la alta burguesía; son las imágenes que aún prestan algunas familias uruguayas entre honor y risas, coloreadas o iluminadas con pinceles y goma arábiga en polvo, estuches o marcos suntuosos. Los había también en miniatura, incrustados en medallones, broches, sortijas. 
 
 
Una segunda etapa se inaugura con la llegada de la ambrotipia; más tarde vendría el paso de la placa al papel y el camino hacia la reproductibilidad: la adopción de la técnica del colodión húmedo para los negativos en vidrio y las copias en papel albuminado posibilitan una popularización y expansión inusitadas (1860-1900). Es el momento de las “tarjetas de visita” (“cartes de visite”), de las “tarjetas mosaicos”, de las “galerías de personajes”. Una fichita tímida en el libro deja constancia de los principales formatos en la retratística del XIX: Boudoir, Cabinet, Carte de visite, Imperial, Promenade, Victoria, son sus nombres.
 
En 1862 se establece en Montevideo una filial de “Bate y Ca.”, de origen estadounidense, establecimiento en que se retrataron la gran mayoría de los uruguayos del XIX que podían retratarse. También “Chute y Brooks”, cuyo estudio contaba (y esto no era menor) con vestidores. Es el momento de la profundización en el carácter “teatral” del retrato: las grandes casas –“templos de la fotografía”, “palacios”…– proveen “fondos temáticos” y toda clase de accesorios… Las galerías de cristal de cada establecimiento (la reina era la luz) competían en calidad y pompa con las zonas de recepción de los estudios, que fungían como centros de tertulia e intercambio social. La técnica del “retoque” (coloreado, iluminación) era puesta en manos de artistas del extranjero especialmente contratados. Hacia 1890, el retrato es ya parte del imaginario afectivo de la gente, de la memoria familiar. También es tanto menos costoso. Quizás por eso mismo se abre y nutre una nueva modalidad: la del retrato en grupo, la del colectivo, fuera ya del estudio. Compañeros de trabajo y barras de amigos, gente, lugares abiertos…  
 
Hacia 1840, dice Mauricio Bruno, la circulación y comercialización de retratos de autoridades militares y políticas era más que frecuente: la corporación castrense siempre gozó de prestigio. Pero en 1866, “Bate y Ca.” realiza el primer reportaje fotográfico bélico de América del Sur, amparado en antecedentes internacionales. El caso del británico Roger Fenton durante la Guerra de Crimea (1855) o del equipo estadounidense de Mathew Brady durante la Guerra de Secesión (1861-1865). En 1865, el mismo estudio va tras el sitio y bombardeo de Paysandú por las fuerzas de Venancio Flores y las del Imperio del Brasil. Los hubo registros, también, de los levantamientos de Aparicio Saravia de 1987 y 1904, y de las consecuencias del motín militar contra el gobierno de Juan Lindolfo Cuestas.
 
Bruno hace hincapié en el uso de la fotografía militar como extensión del discurso del Estado y como elemento conmemorativo ya en el imaginario nacional en construcción o simplemente como consolidación y refuerzo de identidades partidarias, familiares o corporativas (caso del “martirologio”, uso social en el que se detiene con fineza). Para emplazar el asunto, llama la atención sobre la importancia de la comunicación visual en aquel contexto de analfabetismo. Durante la Guerra de la Triple Alianza, el Coronel de las fuerzas orientales, León de Palleja -que llevaba un diario publicado a modo de corresponsalía en el diario “El Pueblo” de Montevideo- hablaba de “oír” a la prensa: “La gente no se contenta con oír solamente lo que les refieren los periódicos; quiere ver; máxime aquellas escenas principales en que se salva una dificultad o se sustenta un combate. Creo que, aunque tarde, no dejarían de hacer un buen negocio con ellas.”
 
Guerra y comercio, siempre dieron frutos: en el momento de analizar los vínculos entre fotografía y pintura en ese tiempo, el capítulo se detiene en el vínculo de “Bate y Ca.” y Juan Manuel Blanes, que solía utilizar las fotos de ese estudio como apoyo documental para sus óleos: “En una carta enviada a su hermano Mauricio desde Paysandú, sin fecha, pero muy probablemente correspondiente a enero de 1865, Blanes sostenía: ‘necesito retratos fotográficos de los personajes de Paysandú, mándame si los encuentras.’ Tiempo después, al no recibirlos, insistió: ‘¿qué haces? ¿Me mandas alguno o no? Mira que pasa la época propicia para hacer dinero a costa de los muertos.’”  La técnica cambia, el “uso social” también, pero algo está lamentablemente cerca de nosotros en ese comentario.
 
Son ocho los capítulos del libro, y apenas algo pudo decirse de los primeros tres en el cuerpo de la nota. El capítulo 4, a cargo de Mauricio Bruno, se encarga de la extensión del amateurismo y los primeros años de la fotografía artística. De las sociedades de fotógrafos, de los precursores de la corriente “pictoralista”, del acercamiento de la foto al arte y la pintura y de la explotación comercial de los nuevos aficionados al calor del proceso de masificación de las cámaras sencillas de utilizar. En 1884 comienza a fundarse la Sociedad Fotográfica de Aficionados de Montevideo; en 1901, el Foto Club de Montevideo. Es el camino hacia una industria especializada en fotografía. En junio de 1903 el presidente del Foto Club de Montevideo, Augusto Turenne, inaugura la exposición anual de la institución: “Del voluminoso aparato del profesional, llegamos al minúsculo aparato 4 x 5 cms. Lo que era patrimonio de pocos profesionales de maniobras casi nigrománticas, se vuelve la distracción de todo el mundo. ‘Pressez le bouton, nous chargeons du reste’, dicen los prospectos de Kodak. Felizmente todavía no vemos en la canastilla del bebé, la inevitable caja negra, pero ça viendra.”
 
En el quinto capítulo, Isabel Wschebor analiza los orígenes de la fotografía científica en Uruguay, tanto en el uso para el diagnóstico clínico como en la enseñanza. Como suele suceder y sin cambio a la vista, fueron las clases pobres las que fueron privadas de albedrío en tales pruebas y fines. 
 
El sexto, otra vez Magdalena Broquetas, se ocupa de la fotografía como fuente de información, en los inicios de la reproducción fotomecánica. En el tránsito al siglo XX comparece la figura del fotoreportero moderno. Fotografía y “primicia”, “captura casual”, “fotografía social”, “gran tiraje”, “sensacionalismo de prensa”. 
 
El capítulo 7, de Broquetas y Bruno, no tiene desperdicio: “La fotografía al servicio de la vigilancia y el control social. 1870-1925.” Se nos recuerda que las ejecuciones durante el XIX figuraban entre los espectáculos públicos masivos, en ocasiones con la presencia de maestros y escolares. Que “Bate y Ca.”, como “Chute y Brooks” tomaban la última foto de los “reos” minutos antes de ser ejecutados. Están las de los asesinos de médico Vicente Feliciangelli, los cuatro ajusticiados en la Plaza Artola, en setiembre de 1871. El evento fue fotografiado por “Bate y Ca.”, y el diario “El Siglo” dedicó un análisis sobre la relación entre lo que había sucedido en la plaza y la forma en que las fotografías pudieron mostrarlo: “La fotografía no ha podido reproducirlo mejor: los ojos de Barbeta salidos de sus órbitas, el sufrimiento de Neto, el reguero de sangre.” La “Fisiognomía” de Cesare Lombroso y Enrico Ferri cunden; se crea la Oficina de Identificación Antropométrica (junio de 1896). Ya en 1906 y en un artículo de la Revista de la Policía de Montevideo, se consideraba al delito como un “rasgo de naturaleza”, rastreable en la fisonomía de esos “sibaritas del vicio”. Un cierto bachiller de derecho resumía los rasgos: “cara patibularia, mirada siniestra, ojos atravesados (estrábicos), que dan tal vez razón de las repugnancias instintivas y de las antipatías infundadas.” Pero el caso de la señorita Parsons fue otra cosa: crimen pasional.
 
El último capítulo se dedica a “La imagen del Uruguay dentro y fuera de fronteras. La fotografía entre la identidad nacional y la propaganda del país en el exterior. 1866-1930”. Clara Von Sanden recorre el periplo por el cual nuestra sociedad estudia y exporta su autoimagen, ya en el seno de las colecciones de “visitas” de los grandes estudios, ya cuando la fotografía fue puesta en el centro del Estado. Y al paso se tiene la alegría de saber que “Tren-way a la Unión” fue la primera línea de tranvías de Montevideo.
 
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Centro de Fotografía (Intendencia de Montevideo), Montevideo, 2011. 
 
Este artículo fue publicado en Brecha el 15 de diciembre de 2011. Nº1360. Montevideo.
 
Sofi Richero (Montevideo, 03/02/1973): Estudió Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UdelaR) y ha ejercido el periodismo cultural desde 1996. Hacia fines de ese año y hasta 1998 fue periodista del cuerpo estable de la redacción de revista “Posdata”. En 1999 colabora en el nacimiento de Insomnia, separata cultural de “Posdata”: trabajó allí como redactora, haciendo además tareas de coordinación y subedición hasta el cierre del suplemento. A partir de entonces comenzó a colaborar para otros medios uruguayos -“Posdata Folios” (2001) “Vera Donna” (2001-2002), “Riesgo País” (2003), “El País Cultural” (2004). Participó con dos trabajos en los libros “Mujeres uruguayas I” (Alfaguara, 1998) y “Mujeres uruguayas II” (Alfaguara, 2001): el primero sobre Juana de Ibarbourou, el segundo sobre Concepción Silva Bélinzon. También trabajó como lectora por un breve período para Santillana (Uruguay). En el año 2004 publicó su primer libro, “Limonada” (H Editores/Parkers Subproducts), reeditado mas tarde por Cal y Canto. En 2005 participa con un texto en el libro colectivo “La mirada escrita” (Biblioteca Nacional-Facultad de Arquitectura). Durante el 2006 realizó la producción periodística de “Los libros y el Viento”, programa literario de Tevé Ciudad dirigido por Aldo Garay y conducido por Elvio Gandolfo. En 2006 fue invitada por “Casa de las Américas” a participar del encuentro de escritores “Letras de Uruguay. De Oriente a Occidente”, celebrado en Madrid. En ese mismo año integró la Comisión Directiva de Cinemateca Uruguaya. En 2008 participa con un texto de ficción en “El descontento y la promesa. Nueva/joven narrativa uruguaya”, editado por Trilce y al cuidado de Hugo Achugar. Desde el año 2001 y hasta el día de hoy trabaja en el semanario “Brecha”: primero como colaboradora en las páginas literarias, luego como redactora en la sección Sociedad, más tarde como editora de la sección “Fuera de Lugar” -que ella creara-, y finalmente como editora responsable de Cultura.
Actualmente forma parte del equipo de redacción estable del semanario en las páginas culturales.