Fotógrafos/as / Entrevistas

Repaso crítico de la fotografía mexicana contemporánea. Entrevista a Iván Ruiz.

Autor: Alexandra Nóvoa / Equipo indexfoto



Iván Ruiz es investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM en el área de arte contemporáneo. Debido a su especialización en el estudio de la fotografía actual mexicana, lo entrevistamos para conocer su opinión sobre el estado más reciente de la fotografía documental en México, sus nuevos territorios, su tránsito entre la ficción y lo documental, sus reformulaciones y desafíos, entre otros temas.        

¿Cómo definirías la nueva fotografía documental en México y qué diferencias plantea respecto a su antecesora?

A partir de un interés por documentar un entorno social tan inestable y heterogéneo como el que caracteriza a este país, y además de producir una mirada más compleja en torno al límite entre documental y ficción, se reconoce una nueva generación de fotógrafos la cual ha superado ciertos fantasmas de la práctica documental, provenientes, en buena medida, del impacto que supuso la fotografía comprometida, promovida por el Consejo Mexicano de Fotografía (1976) y los Coloquios Latinoamericanos de Fotografía realizados entre la década de los setenta y los noventa del siglo XX. De esta manera, la nueva fotografía documental no necesariamente es partícipe de una ideología política determinada y si hay compromiso éste reside en generar relatos visuales densos, que atraviesan las fronteras genéricas para cuestionar —en los casos más elocuentes como el que marcó la serie Tus pasos se perdieron con el paisaje (2010), de Fernando Brito, o más recientemente La ley del monte (2012 -en curso), de Mauricio Palos— la coyuntura entre información y expresividad, incorporando una variedad de recursos de “fotografía construida” que tradicionalmente eran repelentes a la forma documental. Por supuesto, tal coyuntura sí se encuentra presente en la fotografía documental antecesora (basta pensar en trabajos de Patricia Aridjis o de Antonio Turok, por citar sólo dos casos), pero desde hace algunos años, cuando el documental comenzó a remover las fibras más sensibles de este país a través del abordaje de ciertos traumas coloniales —el caso más emblemático, un acalorado debate a raíz de Ricas y famosas (2002), de Daniela Rossell— se ha transformado en un vínculo problemático, en la medida en que el documental salió de su zona de confort (el registro de la pobreza, la marginalidad, el otro invisible…) para explorar territorios e imaginarios más lábiles, como aquel que fue desencadenado en este país a raíz de la denominada “guerra contra el narcotráfico”, impulsada por el ex-presidente Felipe Calderón de 2006 a 2012. Debido a sus métodos de tortura, ejecución y ostentación de las víctimas, el imaginario-narco ha trastornado el límite entre documental y ficción. Precisamente, una fotografía que condensa esta problemática fue reconocida en 2013 como Picture of the Year por el prestigiado concurso POY Latam, en la categoría de noticia individual: “El cuerpo de un hombre muerto cuelga de un puente a las afueras de Tijuana, en el noroeste de México, el 8 de mayo de 2011.” La imagen de este colgado generó inmediatamente un balbuceo entre el reconocimiento y la indignación, entre la necesidad de documentar una dolorosa realidad y la poderosa forma de documentarla. En este sentido, el vínculo de la nueva fotografía documental con la realidad es todo menos transparente y objetivo; su opacidad, asociada generalmente con un entorno violento, constituye sin duda una marca de época. 
 

Gran parte de esta tendencia incorpora imágenes públicas de la violencia en el país, especialmente las vinculadas al mundo del narcotráfico. ¿Cuál es tu opinión acerca de la apropiación y circulación de estas imágenes en los espacios destinados al arte contemporáneo?

En el caso específico de la fotografía en México, son muy pocos espacios definidos vocacionalmente como recintos de arte contemporáneo aquellos que han prestado interés a la documentación fotográfica sobre la violencia en México. No se debe confundir el hecho de que la violencia constituye uno de los ejes vitales del arte contemporáneo, el cual se reactiva con frecuencia tanto en museos como en galerías —con una genealogía que se puede rastrear desde la formación del colectivo SEMEFO (1990-1999) hasta la polémica participación de Teresa Margolles representando a México en la Bienal de Venecia (2009)—, con el hecho de que algunos fotógrafos han sido objeto de construcciones curatoriales, como el llamado “decano de la fotografía de nota roja en México”, Enrique Metinides (ciudad de México, 1934), o recientemente Fernando Brito (Culiacán, 1975), quien participa con cierta frecuencia en muestras de arte contemporáneo. Es cierto que estos últimos casos han tenido una resonancia en el arte contemporáneo, pero de manera limitada, y más bien han incomodado a una ortodoxia fotoperiodística, quienes han cuestionado el valor “artístico” de una imagen documental, con propósitos informativos. Bajo este contexto, es erróneo el desplazamiento que ha indignado a este gremio (“la nota roja va al museo”), pues cuando realmente la nota roja ha ido al museo ha sido de la mano de estrategias de conceptualización, como la instalación que la misma Margolles hizo a partir de las portadas del diario PM, uno de los diarios amarillistas de mayor circulación de Ciudad Juárez. Que la fotografía de Metinides forme parte del acervo tanto del Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC), como del acervo de fotografía del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), entre otras colecciones públicas y privadas, se lo debemos a una revisión puntual del acervo llevada a cabo por curadores como Alfonso Morales y, posteriormente, a la representación de la galería Kurimanzutto. Desde mi perspectiva, la animadversión hacia las imágenes públicas de la violencia que llegan a circular en bienales o espacios artísticos, representa una actitud retrógrada que no permite comprender la fecundidad de la imagen y sus relaciones tensas u oblicuas con aquello que denominamos realidad. El arte no es un bálsamo que atenúa la fuerza de la imagen y si la documentación fotográfica sobre la violencia incorpora recursos que asociamos a la mal llamada  “fotografía construida” (pues qué no es construido en la foto, comenzando por el concepto mismo de encuadre y más aún el de manipulación) es porque se está exigiendo al espectador un replanteamiento sobre los modos de percibir e interpretar la información. Nada más saludable y necesario frente a una sobre-exposición de las imágenes en nuestros días.

 


¿Qué autores destacarías de la producción actual en Mx?

Una parte significativa de la producción fotográfica más reciente atraviesa una fase crítica que se ha originado, en buena medida, por la creación y circulación de imágenes digeribles y sumamente complacientes que, o bien exotizan la diferencia a través de una saturación visual estimulada por el folclore cromático de nuestra cultura, o bien seudo-conceptualizan historias biográficas con un marcado tinte dramático, demasiado efectista y con patrones reconocibles de producción (Gregory Crewdson, Antoine D’Agata, entre otros). A mi parecer, ambas formas tienen fecha de caducidad y está hechas para ser consumidas como imágenes de ocasión, en particular, cuando éstas circulan ante la mirada extranjera, ávida de reiterar los estereotipos del mexicano y, particularmente, del y lo indígena, aunque ahora bajo la investidura del otro-estetizado. Toda esta historia es muy bien conocida en el arte contemporáneo, pero como la comunidad fotográfica tiende a atenuar la crítica sobre su 
propio medio y a ser complaciente consigo misma (y cuando hay crítica, se enuncia desde el encono y no desde la argumentación), esta corriente de neo-pictorialismo dramático- conceptual [la fórmula es mía] parecería ser la dominante, más aún cuando se subraya el hecho de que se trata de una fotografía cuya producción atiende las miradas periféricas. A pesar de este panorama colmado de clichés y estereotipos visuales, es posible identificar a un grupo de fotógrafos posterior a un núcleo de autores con una trayectoria relevante (Gerardo Suter, Maya Goded, Mauricio Alejo, Yvonne Venegas y José Luis Cuevas) quienes problematizan su práctica y la vinculan con una reflexión sobre el medio fotográfico, 
generando con ello desplazamientos y diálogos disciplinarios, tanto con la escultura, el cine y el video. En este sentido, y más allá de su filiación con el documental o la foto-ficción, destaco el trabajo de autores nacidos a finales de los setenta y principios de los ochenta: Alex Dorfsman (1977), Adela Goldbard (1979), Pablo López Luz (1979), Mauricio Palos (1981), Eunice Adorno (1982), Héctor Guerrero (1982), Carlos Iván Hernández (1984) y Sergio Fonseca “Checo Efe” (1987).



¿Sobre qué temas estás trabajando en estos momentos?

Estoy en la fase de investigación-redacción de un libro que recoge las inquietudes que he descrito con anterioridad, en particular, la frontera porosa entre imagen-documental e imagen-ficción, a partir del reconocimiento de una serie de prácticas foto y video-documentales en donde conceptos como ideología, postura o compromiso han perdido su razón de ser como atributos inherentes de la imagen asociada al género documental. El proceso de documentar una realidad que se aproxima con frecuencia a lo irreal, a lo inimaginable, y que se vale del montaje como una epistemología engañosa de lo veraz, ha contribuido a generar una perturbación que no se resuelve con la demanda de respuesta de un quién, dónde, con qué propósito y desde qué punto de vista se documenta. En este sentido, se ha producido una extraña sinergia entre los procedimientos asociados a la construcción de las imágenes, y a la dosis ficticia que de ella emana, con los recursos que documentan la realidad desde ángulos poco convencionales. No se trata de un simple préstamo de estrategias ficcionales y documentales, sino de un efecto energético superior que, al trastocar la especificidad genérica, produce un cuestionamiento profundo tanto de la noción de realidad como de la de ficción misma. Si hace unas décadas había un límite reconocible entre documental y ficción —alimentado a su vez por la vieja pugna entre fotografía documental vs. fotografía artística—, hoy éste se ha transformado en un umbral de conflicto y de interrogación permanente sobre la dosis de realidad que el documental quiere transmitir.

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Iván Ruiz (1979). Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, en el área de arte contemporáneo. Es doctor en Historia del Arte por la misma institución y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Se ha enfocado en el análisis de las relaciones entre literatura y artes visuales, así como en el estudio de la fotografía contemporánea. Actualmente desarrolla el proyecto de investigación “Sinergia: articulaciones de la ficción-documental en las prácticas fotográficas contemporáneas”; con una beca del Fonca concluyó un libro de ensayos sobre el influjo del narcotráfico en la fotografía y otras artes visuales. Entre otros reconocimientos, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes (2006), la medalla Alfonso Caso de la UNAM (2006) y una mención honorífica en el Premio Nacional de Ensayo sobre Fotografía (2010). 

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