Fútbol de Leo Barizzoni. Fotogalería a Cielo Abierto (Pablo de María s/n y Rambla Wilson, Parque Rodó). Hasta el 28 de abril. Perros vecinos de Nacho Álvarez. Centro Municipal de Exposiciones Subte (18 de Julio y Julio Herrera y Obes, subsuelo de Plaza Fabini). Hasta el 11 de mayo.
“Deberíamos evitar de fotografiar porque sí, de fotografiar velozmente y sin pensar, cargándonos de imágenes innecesarias que ocluyen nuestra memoria y disminuyen la claridad del todo”. Así sentenciaba Henri Cartier-Bresson, decano de la candid photography y, hasta cierto punto, del encomio glamoroso de la cotidianeidad, con su gente más o menos común haciendo cosas más o menos comunes en un blanco y negro estremecedor y con encuadres memorables. Fútil recordar que murió hace justo 10 años, o sea antes de que hasta el celular más barato tuviera cámara y de que la máquina exhibicionista de Instagram hipnotizara al mundo de la red.
La segunda ola, o mejor dicho Tsunami, de masificación de la fotografía solicita repensar cómo uno se relaciona con este medio, en primer lugar quién es fotógrafo de profesión: puede parecer la vieja cuestión según la cual el mundo está lleno de gente que escribe versos, pero los buenos poetas son pocos o abunda de personas que llenan lienzos, aunque los verdaderos pintores escaseen, etcétera. Sin embargo, ningún otro medio como el fotográfico ha proliferado como ahora tanto en fase de creación como -y es tal vez el dato más contundente-, de exposición pública (sin contar decenas de otras plataformas, solo Instagram recibe cada día más de 40 millones de fotos). Este crecimiento exponencial no puede no afectar el sentido de qué significa sacar una foto hoy. Las exposiciones de Leo Barizzoni y Nacho Álvarez -aunque muy distantes entre sí y posiblemente sin habérselo planteado– parecen buscar una suerte de respuesta, instrumentando cierta resistencia, o por lo menos dando rumbo, a la compulsión e insensatez digital difusa: el sencillo anclaje a un tema centralizador. Así de simple: nada nuevo, por supuesto no resuelve dilemas filosóficos o sociológicos, ni siquiera estéticos, pero apela, de la forma más elemental, a un antiguo valor estructurante, la cohesión, esa idea que parece negada sistemáticamente por el aluvión de fotos disparatadas, cualitativamente, que nos moja sin parar, aún sin querer.
Más allá del valor histórico de la cita, abrí con Cartier-Bresson porque las dos muestras trasudan “candidez”: su fuerza reside en la (supuesta) naturalidad del sujeto y de sus acciones -algo que, a esta altura, se percibe paradójicamente como un poco artificial, a raíz de su sólida codificación- que el fotógrafo sujeta, engrandeciendo de paso los valores “agregados” y normalmente ocultos de los retratados, por ejemplo cierta espectacularidad latente o melancolía intrínseca (y aquí pienso precisa y respectivamente en Fútbol y Perros vecinos). Esta exposición de franqueza, que costea el fotoperiodismo, vale decir un tipo de fotografía que se podría etiquetar como “documentalismo lírico”, en buena medida se torna quimérica: qué la vida sea una serie de potenciales “momentos Kodak” ya entró en el imaginario colectivo (por lo menos occidental) y posiblemente se viva también, por momentos, teniéndolo en cuenta (su “punto de no retorno” se condensa tal vez en el notorio mandato/oxímoron del fotógrafo amateur: “sé espontáneo!”). Sin embargo, la unidad temática, o sea ir siempre con la propia cámara pronta a disparar, pero cazando una sola especie, puede todavía generar experimentos interesantes.
Leo Barizzoni en su Fútbol, colecciona shots tomados en diferentes países, capturando “el fútbol en la calle, adultos o niños jugando en diferentes lugares del mundo, gente mirando partidos, el fútbol metido en la sociedad” como él mismo cuenta, subrayando a la vez la centralidad de ese deporte en su biografía, dada la profesión del padre, notorio periodista deportivo. Barizzoni con sus fotos insiste en valorizar la faceta del fútbol de aficionados: pone entre paréntesis, como es previsible, todo aquello que forma parte del lado profesional del mismo -muestra niños jugando en Las Flores, Maldonado, una señora que golpea la pelota en una plazoleta de París, etcétera- pero lo carga visualmente como si fuera tal: sintomáticamente ha declarado que busca “la plástica y lo estético constantemente, un cuerpo, una pelota o un salto suspendido en el aire”. La gran cantidad de fotos que adornan un pasaje del Parque Rodó, dan cuenta de este infinito partido global que miles de “anónimos” juegan sin detenerse, en una suerte de himno a la pelota, agigantado por una pericia técnica irreprensible, un blanco y negro gradadamente expresivo, en fin, el virtuosismo: la muestra termina así, y pese a algunas fotos decididamente logradas, por arrinconarse en una mera apoteosis gráfica de algo, como el fútbol, que vive en (y de su) perenne apoteosis.
Muy lejos se sitúa Álvarez: en su caso nada de dinámico, espectacular, enfático. Más bien fijo, casi detenido, acompasado: su objetivo se focalizó en los perros que habitan cerca de su casa, en Palermo (nótese aquí también el carácter abiertamente personal de la inspiración del conjunto), pero “no aquellos que pasean con sus dueños, ni los que deambulan” sino “aquellos que se asoman desde puertas, ventanas o balcones y contemplan el día a día del barrio y su gente”. No se trata de imágenes sofisticadas, coreográficas, como en Fútbol, sino de una veintena de fotos sacadas con una aplicación del celular y luego infladas en paneles de un tamaño considerable (que dejan ver desvergonzadas la baja resolución de la fuente). El cino-prontuario alardea hocicos que salen de balaustras, caniches tras las rejas, callejeros que reposan frente al portón de casa, algunos de ellos interpelando al espectador con miradas delicadas (las mismas que conmueven el público de Animal Planet y compañía), otros perdiéndola en algo que queda afuera del encuadre, misterioso. Más allá del simpático muestrario y de la débil, pero atrapante pulsión taxonómica que lo sostiene, choca sobre todo la total ausencia de seres humanos en las fotos: sólo hay animales (además de los perros, una paloma, por ejemplo) y una ciudad que parece un desierto. Toda una metafísica canina. Lo más sugestivo de Perros vecinos no es entonces su “poética” de simpleza y ternura, sino el develamiento de una urbe paralela, ajena, que contemporáneamente existe (cuando es capturada y representada) y no existe.
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Nota publicada el 16 de abril de 2014 en la diaria.