El fotógrafo peruano Martín Chambi (Coaza 1891 – Cusco 1973) es uno de los artistas americanos más relevantes del siglo XX. El Museo de Arte Precolombino e Indígena (MAPI) en el marco del Festival de fotografía Fotograma 11, exhibe una muestra de cuarenta fotografías tomadas en Cusco entre 1920 y 1950, su período de mayor esplendor.
Aunque la consagración mundial tardó en llegar y seguramente fue determinante para ello que un centro de arte de legitimación internacional como el MoMA (exposición de 1979) reparara en su talento, lo cierto es que Martín Chambi pareciera haber sido llamado por el destino para cumplir con una obra imperecedera en su tierra. Se puede trazar una línea recta, sin más discontinuidades que las de una geografía natural, entre estas fotos y el chico de un pueblito aymara al norte del Titicaca que, tras las penalidades propias de un ambiente hostil y pobre, busca trabajo en una compañía minera y descubre casi por casualidad a un fotógrafo y su cámara. De allí a estudiar el oficio con Max T. Vargas en Arequipa hay sólo un breve lapso. Y de allí a Sicuani y a Cusco algunos años más. Su historia es la del paciente cultivo de la mirada sobre la sociedad de su tiempo, y del dominio exquisito de una técnica que, aunque con instrumentos que hoy diríamos rudimentarios, logró captar ese hilo delicuescente que urde el alma de una época, o de varias.
El programa estético de Martín Chambi no pretende rescatar a los hombres de la pobreza sino en la pobreza. No se centra en la protesta. A través de esa solvencia técnica, de la extrema fidelidad lúcida de sus fotos, Chambi nos muestran la dignidad esencial del ser humano. No importa si sus retratados portan máscaras o se les muestre bebiendo chicha, (“Mario Pérez Yáñez en fiesta de Carnaval”, 1931), si tocan el órgano descalzos y oprimidos en una minúscula salita (“Organista en capilla de Tinta-Sicuari”, Cusco, 1935), si trepan una montaña de papas con un paisaje de sierras al fondo (“Ezequiel Arce con su cosecha de papas”, Cuzco 1934). El hombre es el paisaje y el paisaje está en el hombre: de allí su lealtad al blanco y negro, a esos agrisados de un mimetismo pétreo. Una dignidad que debe menos a la pose y a la asunción voluntaria del destino, que al encuadre y a la luz.
Las imágenes de Chambi son monumentales sin importar el tamaño. La monumentalidad viene dada por una composición bien sostenida por sus cuatro lados, como nacida en el seno de una luz nacarada, que preserva al sujeto a la vez que lo prolonga en el tiempo (ya se enfoque en un hombre gigante o en muro de Machu Picchu. “Nos instala en el corazón del feudalismo serrano”, afirma Mario Vargas Llosa. Y es cierto. Pero cabe también desconfiar del valor antropológico de estas fotografías, es tal vez preferible vindicar su tenor plástico.
Ya que el tipo de visualidad que nos ofrecen es fruto de la cristalización de un tiempo ido: mientras la antropología cambia de foco con las modas académicas y el flujo de las ideas, las imágenes nos devuelven esos hombres, mujeres y niños que ya no están en el mundo y regresan siempre por el camino de la belleza: “Triste y duro, pero también, a veces, cómico, cuando no patético y trágico, el mundo de Martín Chambi es siempre bello”, escribió Vargas Llosa. “Un mundo donde las formas extremas del desamparo, la discriminación y el vasallaje han sido humanizados y dignificados por la limpieza de la visión y la elegancia del tratamiento”.
Hay también un equilibrio delicado entre la construcción escenográfica y el carácter documental propio de su medio. Al momento crucial de la exposición de cada toma -apenas un segundo-, se suma el preparativo de la pose en el estudio, en la calle o en el campo: ese segundo hincha el tiempo de las generaciones. Lo potencia. ¿Cómo explicar si no la poderosa sugestión de Niño mendigo (1934)? Hay pocas fotos en movimiento como “Fiesta de la cruz” (Cusco 3 de mayo de 1930). El movimiento no es el punto fuerte de Chambi, como delata “Primera motocicleta de Mario Pérez Yánez” (Cusco, 1934), en la que se puede ver el apoyo de metal que deja en el aire la rueda trasera. Por lo demás, el motociclista parece apunto de arrancar de cara al sol, subidas las gafas redondas, como de aviador.
El valor de la construcción de la imagen se aprecia con claridad en el autorretrato realizado en el estudio de Cusco, en 1923. Se lo ve observando un negativo (¿su propia imagen?). La calculada inclinación de la placa de vidrio, la fulguración y el resplandor en las manos, en la frente y los ojos calmos, dan cuenta del hombre que se desdobla, que se vuelve consciente del alcance de su herramienta y de los pliegues que posibilitan el sentido de la imagen. De todas las fotografías exhibidas, únicamente en ésta no aparece el piso, la tierra (o en su lugar, la piedra o la grama). Hay una épica de los pies desnudos o mal calzados, revestidos de negro polvo o enterrados en la greda, con zapatos brillantes o dedos chuecos, que asocian al hombre con su terruño. No es fortuito este vínculo. La obra cuzqueña de Chambi irrumpe en el momento en que las corrientes intelectuales promueven la restauración moral y material del mestizo y del indio en América, ante la “errante” posición eurocéntrica. “La tierra hace al hombre”, había escrito en 1910 el poeta boliviano Franz Tamayo. Otros en el futuro ampliarían su prédica con distinta entonación: Ricardo Rojas en Argentina, José Vasconcelos en México, José Carlos Mariátegui en Perú. “La suprema aspiración de nuestros pedagogos sería hacer de nuestros países nuevas Francias y nuevas Alemanias, como si esto fuera posible (…) nuestro blanco se imagina tácita y expresamente, estar a una distancia inmensa de nuestro indio (…) ignora que entre él y cualquier indio hay menos distancia que entre él y cualquier blanco de Europa”, escribió Tamayo desde el altiplano andino hace exactamente cien años.
Pero el indigenismo cobijó, demasiadas veces, a la demagogia y a la retórica, y también las clases altas se embanderaron con el discurso indigenista, celebrando la épica de los grandes imperios para olvidar al indio y al mestizo cercano, o para ofrecer un souvenir a los turistas. En cambio, la obra de Chambi acorta la distancia entre el hombre y la tierra, como quería Tamayo, entre el hombre y el hombre. Y lo hace con el discurso de su propia modernidad, que es la nuestra. Delante del niño rico, de la mujer encorvada y del cargador de chicha, nos sentimos más cerca de nosotros mismos.
"Martín Chambi: Fotografías del Sur Andino del Perú. 1920-1950"
Sala principal del MAPI (PB)
8 de octubre - 26 Noviembre de 2011.
Organiza: MAPI (Museo de Arte Precolombino e Indígena).
Este artículo fue publicado en Brecha el 11 de noviembre de 2011. Nº1355. Montevideo.
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Pablo Thiago Rocca (Montevideo, 1965). Escritor, investigador y crítico de arte. Autor de los libros “Otro Arte en Uruguay” (2009), “Octavio Podestá” (2010), “Nada” (Premio Municipal de Poesía, Montevideo 2008), “El caso Figari: Innovar desde la Tradición” (Premio Nacional Ensayo de Arte MEC, 2004). Actualmente dirige el Museo Figari de Uruguay.