Publicado en la edición de Brecha del 11 de febrero de 2011
Varios hechos sucedidos en torno al 54º Salón Nacional de Artes Visuales desencadenaron un debate público que ha dado lugar a una serie de notas publicadas en este semanario.
Despejados los nubarrones que estuvieron a punto de llevar a la anulación de la convocatoria debido a irregularidades constatadas como la existencia de dobles bases y a las implicancias de una artista plástica, empleada del MEC, que puso su obra a consideración de un jurado del que ella misma llegó a formar parte por elección directa de los participantes, el debate se ha centralizado finalmente en torno a “Chau Bea”, la obra de Juan Angel Urruzola que obtuvo el primer premio del jurado.
Tengo mi opinión sobre la obra premiada en este caso, como la tienen seguramente todos quienes llegaron a verla antes de que fuera retirada por orden judicial, pero no es mi intención en esta nota la de hacer una evaluación crítica de dicha obra ni del acierto o desacierto del jurado al declarar su premiación.
Conozco a Urruzola, he seguido su trayectoria con atención y su obra me merece respeto por su solidez y calidad artística.
Cualquier obra de arte tiene una autoría intelectual que es la responsable de una propuesta estética, de una carga ética en su eventual contenido y de una determinada intencionalidad.
Una vez liberada a la consideración pública, la propuesta del artista se complementa con la mirada del observador, lo que significa en mi opinión, el cierre de la obra, la obra completa.
La interpretación que hace el observador es siempre subjetiva, múltiple, y se define en la intimidad de cada individuo, según sus experiencias, su sentido estético, sus valores éticos, generando en cada caso, sensaciones diferentes.
Podemos sentir que una obra hiere nuestra sensibilidad o alimenta nuestro espíritu, que nos provoca identificación o rechazo, emoción o indiferencia, pero todo se produce en soledad y está teñido por nuestro subjetivo.
He sentido opiniones que cuestionan la obra de Urruzola por falta de ética y me parece interesante y necesario reflexionar sobre este punto.
Si bien “ética” y “moral” tienen igual origen etimológico, -ambos conceptos refieren a “costumbre”- en la práctica se fueron diferenciando desde hace mucho, y son hoy aceptadas como nítidamente diferentes.
Mientras en las normas morales, sean estas de tipo religioso, social o de cualquier otro tipo, actúa una presión externa al sujeto que lo influye con sus aspectos de obligatoriedad, imposición e incluso legales, en las valoraciones éticas importa no el valor impuesto desde el exterior sino el que es descubierto o elaborado internamente en el proceso de reflexión del individuo sobre esas normas morales y que lo llevan a actuar en consecuencia.
La valoración ética frente a una obra de arte es, por tanto, un juicio íntimo, individual, que de ninguna manera puede hacerse extensivo al resto de los individuos exigiendo toma de posición en común respecto al mismo objeto artístico.
¿Qué impresión causaría la obra de Urruzola si fuera mostrada en otro país, en diferente contexto social donde nadie conociera al autor, ni a sus hijos, ni a su exmujer fotografiada, o donde imperara otra visión del tema de la muerte?
Respecto a la “condena moral” en el arte, me vienen a la memoria dos ejemplos representativos.
Por un lado, la muestra “Espejos... a veces”, de Oscar Larrocca, planeada para inaugurarse en 1986 durante el mandato del ex-intendente Luis Elisalde en la antigua sala de exposiciones de la IMM, y que nunca llegó a exhibirse, a causa de la censura de que fue objeto por cuestionamientos “morales”.
Del segundo episodio, diferente en su forma de censura pero con iguales resultados, fui testigo en Suecia hace unos años.
En una visita a la galería del museo ¨Kulturen” de la ciudad de Lund, pude ver una exposición del artista estadounidense Andrés Serrano.
La obra de Serrano se caracteriza por la inclusión de imágenes fuertemente provocativas relacionadas con la religión, el sexo e inclusive la muerte.
En esta muestra predominaban imágenes fotográficas relacionadas a cuestiones sexuales y religiosas.
Volví a los dos días para una segunda visita, como trato de hacer habitualmente para tener una visión más profunda sobre la obra, y con sorpresa encontré que la sala estaba vacía.
Pude luego enterarme por la prensa local que un grupo fundamentalista, atribuyéndose rol de “guardián de la moral y las buenas costumbres”, había entrado por la noche al museo y había destruido la muestra.
Por un lado, un ejemplo de censura en un estado democrático, por otro, una actitud totalitaria aberrante. El resultado fue el mismo: el público se vio privado de ver la obra.
Se ha insistido sin embargo en este caso con el tema de la censura. Sergio Altesor y Diana Mines lo hacen -si bien desde distintos ángulos- en las notas que fueron publicadas en Brecha.
Coincido con ambos en que la censura nunca es deseable en el arte.
Pero sucede que, en este caso, la obra de Urruzola fue retirada de exposición por una orden judicial derivada de la querella iniciada por familiares de la persona retratada. No conozco y probablemente nadie lo sepa -salvo los querellantes mismos-, las razones invocadas en la demanda.
Es un tema privado que concierne en mi opinión nada más que a los involucrados y parecería ocioso señalar que los demandantes han actuado amparados en su derecho legítimo.
Las normas legales existen para dirimir conflictos en los que las partes no se ponen de acuerdo y son, nos guste o no, la única garantía que hace que los integrantes de una comunidad actuemos en libertad con el único límite que imponen los derechos del vecino.
Decir, como lo hace Altesor, que estamos frente a una “censura por una supuesta moral”, o que nos encontramos “como en los días de la dictadura”, o que la justicia uruguaya “deja mucho que desear” y que estaría por tanto inhibida para ordenar detener la exposición pública de una obra de arte, aunque ésta haya sido premiada y adquirida por un organismo del estado, parecen afirmaciones desproporcionadas, equivocadas y temerarias.
En el marco de una edición del Salón Nacional que ha sido muy accidentada, parecería ser que la discusión se ha centrado sobre el hecho de si estuvo o no bien retirada la obra de Urruzola.
Creo que este es un hecho importante pero puntual, y que ha tenido la virtud de disparar un debate que ha dejado al descubierto enormes vacíos legales en el uso de la imagen, sea ésta artística, periodística, publicitaria o de uso en el campo audiovisual.
¿Debió el autor obtener un consentimiento escrito antes de presentar su obra? ¿Lo debió exigir el jurado o es suficiente remitirse sólo a la evaluación crítica de obras de este tipo que se presentan? ¿Qué papel juega el MEC como organismo adquirente de la obra? ¿Cuáles son sus derechos y cuáles sus obligaciones?
Hace pocos días, ya retirada la obra e iniciada la demanda, el MEC, que había guardado silencio en primera instancia, ha comenzado a terciar en el asunto exigiendo, a partir de su derecho como propietario del sustento material de la obra, una rápida resolución para poder exhibirla nuevamente.
¿No sería más prudente dejar que el juez se tomara su tiempo y pudiera expedirse con tranquilidad sobre el tema, evitando de esta forma presionar los tiempos y quizás el contenido de su decisión?
Son todas interrogantes que quedan planteadas a partir de este caso y que se vinculan directamente a la fotografía como lenguaje, debido a su fuerte poder mimético.
Lenguaje que ha crecido en importancia, alcanza con ver el alto porcentaje de obra fotográfica admitida en el salón lo que hace sin dudas imprescindible la discusión sobre un marco legal de referencia que permita evitar este tipo de insucesos.