¿Queda algo -photoshop por medio- que no se pueda hacer en una foto? Cualquier niño puede contestar que no, todo es posible. La ecuación desde que salió la idea que parece informar la casi totalidad de la muestra que el MNAV le dedica al francés Philippe Ramette será entonces ésa: si lo imposible en la realidad se vuelve moneda corriente de mucha fotografía actual, dirijámonos hacia puestas en escena reales, no digitales, de dicho “imposible fotográfico”.
La mayoría de las enormes fotos que llenan la sala grande del museo muestran a Ramette como su único protagonista humano, integrado dentro de paisajes variados (con abundante presencia de una naturaleza de colores fuertes y cristalinos, mares y cielos azulísimos, plantas verdísimas, etcétera) en posiciones que desafían, o mejor derrotan, a cualquier lógica gravitacional (y siquiera racional). Vemos entonces al artista que descansa apoyado perpendicularmente al tronco de un árbol, paseando por la pared de su living, sentado colgando de un edificio, volando como un globo aerostático, más innumerables variaciones por el estilo.
El efecto sorprendente se basa en la soldadura de dos pequeños estupores, primero la concepción de lo físicamente inconcebible, luego su, seguramente complicada y agotadora, realización práctica. Queda claro que una de sus inspiraciones es Magritte (el mismo artista lo nombra en alguna de sus entrevistas), ya que más allá de lo inverosímil de sus imágenes y de cierta predilección por el celeste, es evidente la “cita” del personaje que encarna en las fotos: el hombre de traje, pulcro, impecable, agradable y un poco anónimo (claro está que su valencia simbólica era bien diferente cuando lo pintaba el belga, era “el” uniforme burgués, que en cambio hoy se acerca cada vez más a la extinción, mientras que en Ramette perdió solo el sombrero).
Una vez entendida cierta filiación y el truco -vale decir unas, como las llama el artista “estructuras esculturas” de metal o madera que, ocultas bajo la ropa lo sostienen en las posturas más absurdas-, la experiencia del espectador reside completamente en asombrarse frente a variaciones mínimas de un único concepto.
Según la presentación puesta en la pared al principio de la galería, la obra de Ramette debería “mejorar a manera de juego, nuestra existencia moral y espiritual y liberarnos de los límites impuestos por nuestras condiciones como humanos”, aunque las treinta fotos aquí exhibidas parezcan más que dilataciones de nuestra conciencia , una versión timorata y cromáticamente placentera de las poses fanfarronas de ciertos superhéroes, véase por ejemplo al Hombre Araña cuando descansa cabeza abajo de los rascacielos neoyorquinos o a Aquaman deleitándose en su hábitat.
Es útil distinguir, en realidad, por lo menos tres tipologías de imágenes (sin contar una docena de bocetos, también de corte de historieta, que ilustran algunas de las fotos y otros proyectos): el citado despliegue de posiciones antigravitacionales -cuyo pico es sin duda Balcón 2 (Hong Kong), de 2001, con un chocante efecto de “verticalización” del océano-; una serie llamada Exploración racional de los fondos submarinos que ve Ramette en el fondo del mar cumpliendo acciones entre lo cotidiano -leer el diario, mirar la hora- y la hazaña -escalar unas rocas sumergidas, “homenajear” a la mafia, cementándose los pies-; otra serie que muestra al artista vistiendo aparatos raros que le cubren los ojos, la cabeza, etcétera, con funciones divertidamente impracticables (por ejemplo, un doble pedestal de madera que serían “zócalos para la reflexión” o una caja “ciega” puesta como lentes que servirían “para ver el mundo con detalle”). Si la secuencia marina revierte, sin pervertirlo, el ideal que rige la primera, pasando de hacer cosas prodigiosas en un ambiente familiar a hacer cosas familiares en un ambiente prodigioso, los extraños objetos que “complementan” el personaje Ramette no logran plasmar superficialmente como las demás imágenes, pero diseminan cierto aire misterioso ausente de su lado más espectacular y ayudan a comprender que hay más en los 25 años de trabajo del francés de lo que se expone ahora en Montevideo.
Ese es el gran límite de la exhibición: siendo, creo, la primera vez que se presenta en Uruguay y teniendo a disposición una sala enorme y auspicios (la embajada de Francia y la galería Xippas, que lo representa internacionalmente), hubiera sido más interesante armar una especie de retrospectiva que involucrara también el trabajo escultórico de Ramette, más central aún que el fotográfico, en su carrera.
En efecto, algunos de los “inventos” que vemos aquí retratados, acompañan a otros proyectados desde fines de los ochenta que han revigorizado la tradición francesa del objeto surrealista (inaugurada con el ready made duchampiano, por supuesto, y “masificada” con la taza peluda de Meret Oppenheim). Algunos, por ejemplo, los que se admiran en esta muestra a través de los fotos, como subraya Richard Leydier, se presentan como “dispositivos diseñados para experimentar físicamente lo que sólo debería ser un proceso mental”, otros toman la forma de postrero comentario a uno de las preocupaciones mayores de Breton y socios, la fetichización del objeto: así se puede leer la antigua Motocicleta crucificada, de 1987, o el Espejo deforme, de 1997, llegando a su clímax en 2002 con el acidísimo y agudo El suicidio de los objetos, donde una silla de ahorca, auxiliándose con una silla más chica. Empero, descontextualizadas del resto del universo ramettiano, las fotos de esta exposición encandilan sobre todo por por su juego escheriano y por las proezas atléticas de su hacedor, corriendo así el riesgo de caer en el repertorio de aquel surrealismo prêt-à-porter que abunda en la cultura popular.
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Philippe Ramette. Museo Nacional de Artes Visuales.
Hasta el 10 de junio.
Riccardo Boglione (Génova, Italia, 1970). Doctor por la Universidad de Pennsylvania, escribe sobre artes plásticas para La diaria y La pupila. Se ocupa de temas vinculados a las vanguardias y dirige la revista de literatura conceptual Crux Desperationis, habiendo publicado en este ámbito Ritmo D. Feeling the Blanks (Gegen, Montevideo, 2009) y Tapas sin libro (idem, 2011).
*Este artículo fue publicado en “La Diaria” el 29 de mayo de 2012.