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Olvidate de los fotógrafos. Ferruccio Musitelli presenta relatos autobiográficos.

Autor: Javier Calvelo

Fotógrafo, cineasta, pintor, Ferruccio Fucho Musitelli es una leyenda de la cultura visual uruguaya. A sus 85 años acaba de editar un libro de memorias que se presentó el 3 de julio en la sala Atahualpa de El Galpón.

En un edificio de apartamentos de la calle Millán me abre la puerta una sonriente adolescente. “Hola, soy Inés. Ferruccio es mi abuelo, vine yo para que él no baje la escalera”. En el descanso, un hombre de 85 años, padre de cuatro hijos, abuelo de siete nietos y con diez bisnietos me grita: “¡Subí!”.
Carlos Scavino, fotógrafo y compañero de Musitelli en el diario Época durante los '60, escribe en el prólogo de Imágenes en la maleta que no sabemos por qué elegimos un camino en la vida y que eso determina el resto del tiempo. La vida de Musitelli parece una sucesión de hechos afortunados y provocados por su actitud ante el mundo. “Podía haber sido zapatero”, afirma, “y seguro hubiera sido uno bueno; lo que pasa es que había un taller de dibujo junto a mi casa y decidí dibujar”.
Las paredes están llenas de pinturas grandes y pequeñas: “Sí, hay que pintar chico, porque estos grandes no se los vendés a nadie, son un clavo”.
Lo saludo confesándole mi admiración, pero enseguida me siento conversando con mi propio abuelo de los temas que más me gustan; cada tanto nuestra conversación se pierde en la vida misma, en las fechas, en las anécdotas, como si nos conociéramos desde hace tiempo. Me siento como me gusta: un aprendiz.
¿De dónde sale el nombre Ferruccio? “Es un apellido de un héroe patriota florentino que fue ejecutado. Era el nombre de mi padre”. Musitelli comenzó su relación con el mundo mirando -como todos-, pero aclara: “Era un niño que casi no hablaba, me pasaba mirando y así fue que aprendí a dibujar, luego a pintar y gracias a eso comencé a trabajar como cinematrografista luego de ver un noticiero en el cine, Uruguay al Día; fui y pedí trabajo”.
Todos sus trabajos se caracterizaron por la austeridad en recursos, el escaso apego a las cosas materiales y su visión humana de los temas. “Yo era súper independiente, me encargaban trabajos y los hacía. Empecé con la pintura y salté a la fotografía y el cine; como hablaba tres idiomas y tenía pasaporte me arreglaba”, cuenta. “Con un rollito de 30 metros filmaba un minuto y aprendí a ser muy económico. Yo quería hacer películas de argumento, pero era imposible”.
Hacia 1962 Musitelli fue convocado para encargarse del departamento de fotografía de un diario nuevo, Época, que dirigiría Carlos Quijano. “Decidí que no. Yo no quería ser jefe de nadie, y armamos una cooperativa”. Paralelamente a sus dos horas diarias en Época hacía trabajos de filmaciones o fotografías en teatros. Ya había rodado en 1961 uno de sus films más recordados, La ciudad en la playa.
“Por esa época hacía muchas cosas. Para hacer esa película apareció algo de plata, no mucha, pero en el país había plata”. La ciudad en la playa fue realizada para la Oficina Nacional de Turismo. Ferruccio simplemente se presentó en la dependencia y planteó que quería hacer una película sobre cómo era la ciudad en verano. Ese proyecto no se materializó, pero terminó dirigiendo un guion presentado en un concurso que organizó la oficina. La película tiene en los títulos unos dibujitos animados. Aclara: “Invité a dos amigos a que los hicieran y yo los animé. La música de la película es de Eduardo Gilardoni, una música maravillosa”.
Muy temprano en su vida Musitelli se dio cuenta de que su cine y su fotografía podían servir para contar historias, para narrar lo que pasaba, lo que veía, lo que sentía. Su preocupación por los temas sociales es clara: “Yo soy de izquierda pero a mí me hicieron de izquierda los yanquis [John] Ford, [Orson] Welles, no [Rodney] Arismendi, ¿me entendés? Te das cuenta de que sí, que se puede contar historias. No me importaba el formato: ni foto, ni película, era lo que tenía en la mano; si tenía que dibujarlo, lo dibujaba”.
Confiesa no ir a exposiciones ni estar mirando fotos constantemente, aunque dice que hay muchos fotógrafos que le gustan: “Hay un lote terrible, los franceses, los norteamericanos, depende. Pero yo no privilegio esta actividad, es un oficio. Todo lo aprendés mirando. La universidad, la escuela, todo eso: mentira. Yo fui docente de ciencias de la incomunicación”. Se ríe. “Renuncié porque había que enseñarles a 300 chiquilines a hacer fotografía, imposible”.
Reconoce que hoy “la imagen domina”, pero “no importa el autor”. “Olvidate de los fotógrafos. Los fotógrafos son un pequeño instrumento de la fotografía, no cuentan, no tiene importancia el fotógrafo, es la foto. Lo importante es el resultado, las cosas que permanecen, nosotros somos mortales”.
“Yo veo todo. La manera es transferir de una manera simple algo que querés exponer. Si te complicás, va a ser imposible. Mi actitud es involucrarme con la gente en donde estoy y hacerme notar lo menos posible. Lo único que hacés es tic, tic, tic y apretás, seleccionás lo que se presenta adelante. ¡Basta! Ya está”.
Nuestra conversación se corta. Demasiadas veces me parece que él ya está cansado; además noto un par de ojos vidriosos al recordar a su padre u otros tiempos, y confusiones de fechas. Me voy saludando. Esta vez nadie me acompaña. Salgo solo, la puerta está abierta, llego a la calle y veo diferente: es una sensación rara, hay emoción, pero no es iluminación, no es revelación, es como cuando salgo del cine luego de una muy buena película que disfruté y que necesito masticar en silencio.
 
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Esta nota fue publicada en "la diaria" el 2 de julio de 2012.